Nissan Leaf

Eléctricos ha habido muchos, pero éste es el primer eléctrico que se merece el calificativo de coche. Es tan normal... que la autonomía vuelve a ser un problema.

Nissan Leaf
Nissan Leaf

Han pasado ya por AUTOPISTA muchos coches eléctricos. Coches serios, bien concebidos. Estoy pensando en el Mitsubishi i-MIEV y sus homólogos de Citroën y Peugeot. Pienso en el Smart. Ha habido otros, como el Tesla, que ni por precio ni por practicidad se adecua al uso urbano que dicen todos los expertos que conviene al eléctrico. Luego, en carretera, dicen que es burbujeante, pero mejor si vives en la montaña y ése es tu terreno de juego o tienes allí casa donde repostar el coche.

En esto llega el Leaf. Raro en lo estético como debía ser un eléctrico que se quiera hacer notar. Incluso sin las pegatinas que lo anuncian en la unidad de demostración que hemos tenido, todo el mundo intuye que esto, como poco, es un híbrido. Pero no, es un eléctrico «con todas las de la ley».

A pesar del interés mostrado, el portero de mi casa no se atreve a que lo conecte a un enchufe del garaje. Empezamos bien. Le explico que lo más que he medido han sido 2300 watios, vamos, 10 amperios, que no «van a saltar los plomos». Su cara es un poema. Tampoco gastará demasiada electricidad, algo menos de cinco euros (si la carga es completa) de la comunidad de vecinos... No consigo convencerle. La idea de tirar un cable desde mi terraza no me convence a mí, porque el Leaf te avisa en sus instrucciones que hay que conectarlo directamente.

Me voy con mi música a otra parte. Mi música y nada más, apenas un tenue «ultrasonido» del ondulador de la corriente alterna de las baterías. Está logradísimo. ¿Y por qué nunca lo verás disfrutando del silencio, con las ventanillas bajadas? Porque entonces uno se da cuenta de lo mucho que aíslan, porque ese tenue pero agudísimo «ultrasonido» que llega al conductor se puede hacer molesto... cuando creías que el ruido en el Leaf no existía. Lo mismo que el momento de la puesta en marcha del motor, con una música galáctica que, a los tres días, aborreces. Eso, mientras que no se suba un vecino, porque entonces él abre los ojos y cae en la cuenta de que se ha subido en un coche galáctico y comienza el ataque a preguntas. Al coche le falta un video, un tutorial cantando las alabanzas de este coche, que todo el que sube está dispuesto a escuchar.

La presentación es un regalo. El tacto sua­ve del tapizado, el mullido de los asientos, ya predispone a un rodar como una seda. Y desde que se pone en marcha ahí está la suavidad. El tacto de los plásticos es muy bueno para el es­tándar japonés, pero tampoco es un derroche. Entiendo que no se pretende deslumbrar con eso a un comprador técnico-ecológico, que pue­de no interpretar un exceso de envoltorio... por mucho que el cuadro de instrumentos parez­ca de una nave espacial de las películas.

Deslumbrar a tu acompañante con el cuadro es fácil. Hay cuatro teclitas escondidas abajo a la izquierda, no todas funcionan en marcha... me­jor dejarle a él que ataque la pantalla central, ese «Carwings» que te indica dónde hay lugares de carga rápida cerca (concesionarios Nissan, por el momento; en 30 minutos vuelves a disponer de un mínimo del 80 por ciento de la carga, unos 100 kilómetros de autonomía).

Esto me recuerda que, de los 143 km de autonomía con los que recogí el coche (la máxima que siempre hemos obtenido tras una carga convencional de no menos de 12 horas), me he gastado más de lo andado en ir y venir a uno de los pueblos adyacentes a Madrid. Eso sí, rueda en carretera con una sorprendente solidez, con una calidad (y normalidad) de pisada que te invita también a sacarlo fuera de lo que parece tiene que ser el hábitat natural de un eléctrico: la ciudad. Sin ningún complejo, rodando a cien de marcador (y a 150 para comprobar hasta dónde llega), como todo el resto de los usuarios de la vía, el Leaf te confirma la exquisitez de la propulsión del futuro. O del presente Leaf. Me he incorporado a la vía rápida y un potente propulsión trasera perezoso con el cambio no ha conseguido seguir mi vertiginosa incorporación. Sorprende cómo gana esos primeros cinco metros cuando te pones a adelantar al pisar a fondo, incluso ya rodando a 70 u 80. Y sin ruido.

Es otro día, otro trayecto, otras condiciones y esta vez sumo kilómetros a la autonomía. Suaves frenadas, rotondas, tráfico lento, ritmo de 70 km/h... te pones la gorra de ecológico conductor y el Leaf te deja subir y bajar a la sierra de Madrid con un sólo «depósito». Lo mismo sucede en la ciudad. A la vista de cómo aquilata cada rayita del depósito de electrones y la de tiempo que lleva hacer 100 km a los 25 km/h que se obtienen en ciudad, me dedico a usarlo como creo que usaría el Leaf si me lo comprase: como un scooter con techo, cuatro plazas y maletero. Vamos, que compito a la salida de los semáforos con ellos, para su sorpresa. Obrando así, la pintura de los pasos de peatones también altera al Leaf; el control de tracción no para de trabajar, pero los ocu­pantes no lo sienten. No sienten nada, salvo el asombro de qué bien anda... Pero entonces, te recuerda de nuevo que una autonomía pro­metida de 100 kilómetros pueden no ser más de 50. Y con la autonomía en los eléctricos no se juega. El maletero no es enorme, pero nadie te sabrá decir dónde es­tán las baterías. El habitáculo es amplio tan­to delante como detrás y el conductor puede ir casi repantingado, pensando que va en su scooter Burgman, pero oyendo la radio y el repiqueteo de la lluvia en el te­cho en lugar del casco. La direc­ción es suave, mucho, pero no se siente fofa. Eso sí, lo filtra todo, apenas sientes si pisas las líneas delimitadoras de carril.

En lo de filtrar a ritmo de ciudad, lo verdaderamente brillante es la suspensión. Me río de los Citroën. Creo que podrías caerte a un so­cavón y no se enteraría ninguno de los ocupantes. Exageraciones aparte, pasa por los guardias tum­bados como si no estuvieran, ni se sienten, ni se oyen, lo que no suele darse más que en los SUV más ca­ros. Eso, a velocidades urbanas. Lo que no ter­mina de gustar, y de eso no se enteran quienes van contigo es del tacto del freno. Te haces a ello, nos acostumbraremos todos, pero es es­pecial. El principio del recorrido es para el fre­no eléctrico y al pisar más empieza el freno normal. No se siente un escalón como en los primeros híbridos o eléctricos, pero ni la tran­sición ni el tacto en sí es agradable (han sido muchos años perfeccionando las sensaciones de la asistencia hidráulica). Por si fuera poco, recién cargado a tope, como la batería está lle­na, la primera frenada, suave, parece que no va a frenar y sorprende. Pero no es un coche para grandes frenadas, sino para recargar sua­ve, constantemente, jugando a dejar fluir con una punta de acelerador para no perder iner­cia ante una rampa, levantar pronto y regenerar mucho cuando ves al fondo un semáforo en rojo.

Sorpresa, haces tantos kilómetros sin querer —no suena, sientes que no contaminas— que parece que la autonomía se equivoca. Pues no. Ya sólo quedan 30. Está a punto de entrar la «reserva». Al menos, cuando coloco en la posición Eco la «palanca de cambios» —por decir algo— me regala una decena de kilómetros extras. Cambia la ley del acelerador, las aceleraciones son mucho más parsimoniosas y sólo si piso a fondo en una emergencia recobraría el motor toda su vida. Pero es domingo y no me atrevo a seguir insistiendo. No hay recarga rápida que valga en el concesionario, que estará cerrado. La redacción de AUTOPISTA con sus enchufes salvadores está cerrada y los amigos con casa individual viven fuera de la ciudad... Si todo se tuerce, al menos sé que hay algún parking público con conexiones, pero mejor dejarlo. «Niños, que hoy vamos en el coche de mamá». Este hace ruido, no es tan cómodo, huele el escape y si pincha tiene rueda de repuesto. Por el momento, no podría tener un Leaf, aunque me encanta, como tampoco podría tener un Porsche.