Los mil y un olores del cuerpo humano

“Cada persona tiene un olor único que se desprende de su piel, sobre el que no actúa ni la limpieza ni el perfume y que media en su vínculo con los demás. El olor corporal (...) nos individualiza como las huellas digitales”.

Templo de la identidad personal, traidor de la voluntad más férrea, el cuerpo humano es carne oliente, una sinfonía desafinada de olores. De la punta de los dedos del pie al cabello más extremo y rebelde, nuestro continente corporal huele.

La culpa, desde ya, es nuestra: el peculiar olor que nos envuelve y es eyectado por cada unos de nuestros rincones y grietas más íntimas varía según nuestra salud y edad, según lo que comemos, según las veces que nos bañamos por semana o las costumbres higiénicas de la cultura a la que pertenecemos.  

Aun así hay cierta responsabilidad compartida con nuestros inquilinos invisibles: las cien billones de bacterias que viven dentro y fuera nuestro y nos garantizan que nunca estamos realmente solos. Colonizan cada espacio de nuestra individualidad. Y son muchas. En nuestra boca, por ejemplo, hay más bacterias que personas en la Tierra: unas 300 especies distintas. El ombligo es una verdadera jungla: ahí habitan 2.368 tipos de bacterias diferentes.

En nuestra boca, por ejemplo, hay más bacterias que personas en la Tierra: unas 300 especies distintas

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En verdad, habría que hacerles un monumento a estos microorganismos con tanta mala prensa. Son las verdaderas reinas del planeta. Gracias a ellas, sobrevivimos: nos ayudan a digerir nuestros alimentos liberando los nutrientes que necesitamos para existir. En silencio y en la más profunda oscuridad de nuestro interior, producen vitaminas y minerales que faltan en nuestra dieta. Desglosan toxinas y productos químicos peligrosos. Nos protegen de las enfermedades desplazando a los microbios más peligrosos o matándolos directamente con productos químicos antimicrobianos.

Se suele señalar al sudor como la raíz del olor corporal, pero este líquido transparente que segregan las glándulas sudoríparas de la piel, que se expulsa a través de los poros y está compuesto de agua y 1 por ciento de sal, amoníaco, calcio y otros minerales, es inocente: en sí mismo no huele. Las verdaderas autoras de nuestra firma aromática son las bacterias que se alimentan de los ingredientes de este molesto fluido. En el proceso de su digestión, liberan moléculas que afectan la forma en que olemos.

De hecho, cada especie crea sus propios aromas. Por ejemplo, el género Corynebacterium —más dominantes en las axilas masculinas— convierte las grasas en algo que huele a cebolla y la testosterona en algo que huele a vainilla u orina. Se cree que la población de bacterias —o microbioma— de la axila es estable, lo cual garantiza que nuestro olor no cambie mucho en el día a día.

El género Corynebacterium —más dominantes en las axilas masculinas— convierte las grasas en algo que huele a cebolla y la testosterona en algo que huele a vainilla u orina

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Cada persona, así, tiene un olor único que se desprende de su piel, sobre el que no actúa ni la limpieza ni el perfume y que media en su vínculo con los demás. El olor corporal, en palabras del antropólogo David Le Breton, nos individualiza como las huellas digitales. Nos expone. Revela, en palabras del sociólogo alemán Georges Simmel, nuestra intimidad.

En este sentido, la suma de todos los olores que nuestro cuerpo despide constituye nuestro 'pasaporte odorífero', al que nos habituamos y en ciertos casos encontramos adictivo. En la novela Ulises, de James Joyce, Leopold Bloom ejemplifica su 'bromidrofilia' o disfrute de los olores propios: no puede evitar deleitarse ante el aroma de sus propias heces mientras lee el periódico en el baño.

Este documento de identidad odorífero es personal y único y actúa como una etiqueta olfativa que nuestras mascotas son capaces de identificar con facilidad pese a cambiar a lo largo de toda nuestra vida: la habitación de un adolescente no huele igual que la habitación de un bebé o que un geriátrico.

Nuestros olores constituyen una pieza de aquel gran rompecabezas que compone nuestra identidad

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Cada persona es de esta manera una obra olfativa única. Nuestros olores constituyen una pieza de aquel gran rompecabezas que compone nuestra identidad. Y con ellos marcamos los espacios.

A nuestra casa no la reconocemos únicamente por los muebles y objetos que, con su mera presencia, establecen senderos por donde circular y estar. La distinguimos más bien por su peculiar e irreproducible olor, por la atmósfera de nuestro planeta privado, aquella extraña dimensión paralela en la que habitamos gran parte de nuestros días y que usamos de guarida antes de emprender nuestro retorno cotidiano a aquello que llamamos realidad: la calle, el trabajo, el mundo. Nuestro espacio íntimo es un espacio aromatizado, o en palabras del escritor argentino Julio Cortázar, “recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio”.

Una cama no es solo una superficie de placer, de descanso, de tedio, el blanco final del llanto o una de las tantas plataformas de despegue para la generación siguiente. Las sábanas que se tienden sobre el colchón están impregnadas por el aroma de la corporalidad. Las envuelve el aura perfumada del yo: cabellos, saliva, fluidos vaginales, semen, ecos de antiguas flatulencias.

Lo primero que detectamos al ingresar en una casa ajena no es la disposición de las habitaciones, su particular distribución geográfica... sino su distintiva combinación de gases

Es por eso que lo primero que detectamos al ingresar en una casa ajena no es la disposición de las habitaciones, su particular distribución geográfica —de mesas, sillones, bibliotecas, cuadros y demás accesorios del habitar—, sino su distintiva combinación de gases.

Como una sonda internándose en un planeta lejano, nuestras narices se concentran en lo distinto y en lo semejante: firmas aromáticas de la otredad, diversas formas de ser, de estar, de oler. Son aromas no solo desprendidos por otros cuerpos —biologías distintas— sino por comidas habituales y sus particulares formas de cocción, que permanecen en la atmósfera aromática de un hogar como capas geológicas mezcladas con el olor que desprende la humanidad.

Como dijo el filósofo lituano Emmanuel Lévinas: “El olor del otro se impone a mí, como el rostro del otro, sin dejar ninguna oportunidad de resistencia”.

Fuente: Federico Kukso / SINC