Chicles sí, pero sin plástico

La base de la mayoría de las gomas de mascar está compuesta de plástico neutro, cuya biodegradación es muy lenta.

Mundo Geo para VIME

Chewing Gum Wall en Seattle (EE. UU.)
Chewing Gum Wall en Seattle (EE. UU.)

Casi todos los chicles que se consumen en la actualidad están hechos principalmente de caucho butílico, que está basado en el poliisobutileno, un tipo de plástico. Al “butilo” se le añaden aromatizantes y colorantes, y antes también llevaban un alto componente de glucosa, aunque la tendencia actual es hacerlos sin azúcares añadidos.

En cifras, se calcula que el 98% de los chicles disponibles en el mercado están hechos principalmente de plástico, lo que supone, según la organización Just One Ocean, 100.000 toneladas de contaminación al año.

Muchos de esos chicles acaban pegados en el suelo o el inmobiliario urbano de las ciudades, lo que suma a la ingente cantidad de residuos municipales que generamos. Junto a las colillas, suponen una de las mayores fuentes contaminantes.

A la contaminación que supone el chicle en sí, hay que sumar la que se deriva de su limpieza; a menudo se utilizan productos químicos para facilitar la retirada de los chicles, además del gasto energético extra que se necesita y que también es económico. En el Reino Unido, se calculó que los ayuntamientos invertían unos 60 millones de libras esterlinas cada año en mantener las calles libres de chicles.

Debido a la composición de los chicles, su degradación en el medio ambiente es bastante lenta, hacen falta aproximadamente cinco años para su descomposición. Esta lentitud se agrava en hasta tres veces más en los fondos marinos, debido a la falta de oxígeno, lo cual supone un verdadero problema ecológico.

Este problema es una de las causas que ha motivado el regreso de los chicles sin plástico. Decimos “regreso” porque, originariamente, los chicles se hacían de savia o resina de los árboles, sustancias completamente biodegradables.

Históricamente, se sabe que son varias las civilizaciones antiguas en las que era costumbre mascar distintas sustancias, como resinas o diferentes plantas. Sin embargo, el origen del chicle tal y como lo conocemos hoy, y del vocablo que se utiliza en español para referirse a él, se encuentra en la cultura maya.

Al parecer, los mayas utilizaban la resina del chicozapote (manilkara zapota), un árbol originario de México y de otras regiones de la América tropical, para limpiarse la boca antes de algunos rituales, aplacar la sed o mitigar el hambre. La savia de este árbol, muy dulce y aromática, se conoce como chicle.

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Esta especie de goma era conocida por los mayas como “sicté ya’”, cuyo significado sería masticar con la boca. Los aztecas heredaron esta costumbre y se referían a la savia como “tzictli”, que significaba algo que se pega.

Con la llegada de los españoles a América, esta costumbre, que se veía como algo higiénico, se trajo a Europa. No fue hasta finales del siglo XIX, en 1871, cuando el chicle pasaría a ser más bien un capricho o golosina gracias al empresario Thomas Adams. Unos años antes, en 1869, el dentista William F. Semple había patentado el chicle como una herramienta que ayudaba a mantener los dientes limpios. Sin embargo, fue Adams, con la ayuda (no se sabe muy bien cómo, hay diversas teorías) del expresidente mexicano Antonio López de Santa Anna, el que acabó transformando la savia del chicozapote en pequeñas bolas masticables con sabor a regaliz.

El gran salto en popularidad del chicle se produjo con el nacimiento de la fábrica estadounidense Wrigley, que todavía sigue en activo. Ahora forma parte del grupo empresarial Mars, que recientemente ha puesto en marcha planes de eficiencia energética que sirvan en cierto modo para reducir la polución que producen sus productos. En Australia, algunas de sus fábricas han contratado suficiente energía solar como para producir 2.500 millones de paquetes de chicles Extra.

Chicles sin plástico

Con el tiempo, el chicle se convirtió en una especie de símbolo de cambio e incluso rebeldía de la juventud. Curiosamente, la popularización de los chicles en Estados Unidos es la causante de que en las máquinas tragaperras aparezcan frutas: A principios del siglo XX, se introdujeron restricciones que impedían que las tragaperras diesen premios en metálico; por ese motivo, muchos fabricantes cambiaron los números por frutas y las convirtieron en dispensadores de chicles, aunque, cuando volvieron a su función original, las frutas se quedaron y han llegado a sobrevivir en las modernas slots que tenemos hoy día.

En la actualidad, el chicle ya no es un símbolo de rebeldía, y algunos de sus usos más extendidos tienen que ver con esa función originaria de la higiene. Se hicieron famosos los chicles para dejar de fumar, pero también se utilizan para administrar otros fármacos.

El precio medioambiental que supone el chicle parece muy alto para algo que simplemente se utilice como golosina. Por suerte, los chicles sin plástico han llegado para que no tengamos que renunciar al sabor y el entretenimiento que supone la goma de mascar, y que lo podamos hacer sin dañar el medio ambiente.

En los últimos tiempos, han aparecido marcas como la islandesa Simply Gum o la británica Nopla Gum, que ofrecen una amplia variedad de sabores sin colorantes artificiales y utilizan savia y caña de azúcar para producir chicles 100% biodegradables.