Pocos automóviles actuales alcanzan el grado de pureza en lo que se refiere a aptitudes deportivas como los que nos ocupan. Básicamente, se trata de dos coches de competición, homologados por sus respectivos fabricantes para poder matricularlos y con una serie de elementos “superfluos", como el aire acondicionado, los elevalunas eléctricos o el cierre centralizado que hacen más confortable su utilización diaria y que aportan un grado de equipamiento mínimamente atractivo. Partiendo de estas premisas, que conviene aclarar para que nadie pueda llamarse a engaño, hay que decir que, en este sentido, la configuración del Mitsubishi es más drástica y con mucho menos compromisos que la de su rival, el Impreza.
Es la primera vez que llega a nuestro mercado la versión STi del Subaru y las siglas que la definen van mucho más allá de los 265 CV nominales que anuncia. Su bastidor, su transmisión y en general toda la configuración de este Impreza está revisada respecto a la versión de 218 CV comercializada hasta la fecha. Los amortiguadores invertidos, tres diferenciales autoblocantes, nuevo intercooler con refrigeración manual, la caja de seis marchas y una carrocería reforzada sientan las bases, junto con otros detalles menores, del salto cualitativo que representa esta versión.
El Mitsubishi por su parte, en esta séptima evolución, también muestra múltiples y sustanciales modificaciones, especialmente en lo que se refiere a transmisión, que le vuelven aun más eficaz.
Nada más introducirnos en el habitáculo ambos nos transmiten un ambiente “distinto". Los baquets de competición nos “atornillan" al puesto de conducción y unas escasas maniobras de acoplamiento permiten encontrar la postura más adecuada a nuestros gustos. Lástima que ninguno de los dos tenga regulación del volante en profundidad.
Una vez acoplados salimos de la ciudad por una de nuestras concurridas autovías, comprobando cómo la vista en el retrovisor de cualquiera de nuestros protagonistas impresiona tanto como la de un Porsche, eso al menos indica la premura con la que el coche que nos precede pone el intermitente a la derecha cuando se percata de nuestra presencia. Aquí, las diferencias apenas son perceptibles. Nada más recorrer los primeros kilómetros se ponen de manifiesto los diferentes objetivos buscados en la puesta a punto. El minúsculo volante del Mitsubishi y su rapidísima dirección —dos vueltas de tope a tope— contrastan con el diámetro del del Subaru. Bajarse de uno y montarse en el otro requiere un cierto periodo de adaptación. Ambas suspensiones son firmes y “copian" las irregularidades, pero el Impreza ofrece una capacidad de absorción un tanto superior y el mullido del asiento es menos duro, lo que mejora la comodidad. Circulando con el motor por encima de las 3.000 vueltas, el más leve gesto con el pie derecho nos catapulta hacia adelante con una contundencia que, al principio sobre todo, impresiona. Las curvas de radio amplio requieren un leve gesto de volante, casi imperceptible en el Mitsubishi y un poco más decidido en el Subaru, cuya dirección, comparada con la del Evo VII parece tener un octavo de vuelta “muerto". Salimos de la autovía para adentrarnos en territorio más hostil. Una carretera de montaña con buen firme, habitual en nuestros recorridos de pruebas, sirve para ir “calentando" el ambiente —¡y de qué manera!—. Esas rectas que considerábamos largas desaparecen como por ensalmo, las referencias de frenada habituales no sirven para nada y, de repente, parece que todos nuestros movimientos se producen a cámara lenta. Las marchas se acaban en un santiamén y las sucesiones de cambio/freno/curva/otra vez cambio no permiten una décima de segundo de respiro. La efectividad del Mitsubishi es diabólica. Un leve subviraje al inicio de la curva en el Subaru lo hace algo más lento, en los virajes más cerrados y, poco a poco, se va quedando atrás.
Pocos automóviles actuales alcanzan el grado de pureza en lo que se refiere a aptitudes deportivas como los que nos ocupan. Básicamente, se trata de dos coches de competición, homologados por sus respectivos fabricantes para poder matricularlos y con una serie de elementos “superfluos", como el aire acondicionado, los elevalunas eléctricos o el cierre centralizado que hacen más confortable su utilización diaria y que aportan un grado de equipamiento mínimamente atractivo. Partiendo de estas premisas, que conviene aclarar para que nadie pueda llamarse a engaño, hay que decir que, en este sentido, la configuración del Mitsubishi es más drástica y con mucho menos compromisos que la de su rival, el Impreza.
Es la primera vez que llega a nuestro mercado la versión STi del Subaru y las siglas que la definen van mucho más allá de los 265 CV nominales que anuncia. Su bastidor, su transmisión y en general toda la configuración de este Impreza está revisada respecto a la versión de 218 CV comercializada hasta la fecha. Los amortiguadores invertidos, tres diferenciales autoblocantes, nuevo intercooler con refrigeración manual, la caja de seis marchas y una carrocería reforzada sientan las bases, junto con otros detalles menores, del salto cualitativo que representa esta versión.
El Mitsubishi por su parte, en esta séptima evolución, también muestra múltiples y sustanciales modificaciones, especialmente en lo que se refiere a transmisión, que le vuelven aun más eficaz.
Nada más introducirnos en el habitáculo ambos nos transmiten un ambiente “distinto". Los baquets de competición nos “atornillan" al puesto de conducción y unas escasas maniobras de acoplamiento permiten encontrar la postura más adecuada a nuestros gustos. Lástima que ninguno de los dos tenga regulación del volante en profundidad.
Una vez acoplados salimos de la ciudad por una de nuestras concurridas autovías, comprobando cómo la vista en el retrovisor de cualquiera de nuestros protagonistas impresiona tanto como la de un Porsche, eso al menos indica la premura con la que el coche que nos precede pone el intermitente a la derecha cuando se percata de nuestra presencia. Aquí, las diferencias apenas son perceptibles. Nada más recorrer los primeros kilómetros se ponen de manifiesto los diferentes objetivos buscados en la puesta a punto. El minúsculo volante del Mitsubishi y su rapidísima dirección —dos vueltas de tope a tope— contrastan con el diámetro del del Subaru. Bajarse de uno y montarse en el otro requiere un cierto periodo de adaptación. Ambas suspensiones son firmes y “copian" las irregularidades, pero el Impreza ofrece una capacidad de absorción un tanto superior y el mullido del asiento es menos duro, lo que mejora la comodidad. Circulando con el motor por encima de las 3.000 vueltas, el más leve gesto con el pie derecho nos catapulta hacia adelante con una contundencia que, al principio sobre todo, impresiona. Las curvas de radio amplio requieren un leve gesto de volante, casi imperceptible en el Mitsubishi y un poco más decidido en el Subaru, cuya dirección, comparada con la del Evo VII parece tener un octavo de vuelta “muerto". Salimos de la autovía para adentrarnos en territorio más hostil. Una carretera de montaña con buen firme, habitual en nuestros recorridos de pruebas, sirve para ir “calentando" el ambiente —¡y de qué manera!—. Esas rectas que considerábamos largas desaparecen como por ensalmo, las referencias de frenada habituales no sirven para nada y, de repente, parece que todos nuestros movimientos se producen a cámara lenta. Las marchas se acaban en un santiamén y las sucesiones de cambio/freno/curva/otra vez cambio no permiten una décima de segundo de respiro. La efectividad del Mitsubishi es diabólica. Un leve subviraje al inicio de la curva en el Subaru lo hace algo más lento, en los virajes más cerrados y, poco a poco, se va quedando atrás.