El cenit de los Mini preparados por John Cooper en los años 60 fue el 1.275 S. La base mecánica que dio a BMC múltiples victorias, entre ellas “casi” tres consecutivas en el Rallye de Montecarlo. Y, sin embargo, fue un modelo que pasó casi desapercibido en
Para los que hemos tenido un Mini-Cooper español, el Cooper S británico suponía el sueño inalcanzable, esa especie de versión mítica que tienen muchas gamas de vehículos (Porsche-Kremer, Fiat-Abarth, Renault-Gordini...) en las que un afamado preparador asocia su nombre al modelo y lo justifica con prestaciones espectaculares. Porque montarse en un Mini-Cooper S auténtico, como éste de 1967, supone trasladarse a otra dimensión del mundo de los Mini.
Plagiadas posteriormente por otras variantes, las Cooper se caracterizaban por una sencilla y elegante paleta de colores (donde predominaba el marfil y el verde oliva) combinada con el techo negro o blanco. Nada estridente ni marcadamente deportivo. Pero bajo el capó se escondía un corazón tan potente que transformaba totalmente al coche y justificaba el apellido del campeón del mundo de Constructores de Fórmula 1.
El 1.275 fue el propulsor más potente, pese a su carrera larga, que ofreció Cooper en los Mini. Desarrollado en base al motor de Fórmula Junior, que tenía un bloque más alto que las variantes anteriores del “A Series” y una distinta posición de los cilindros, le permitieron superar la cilindrada de un litro (1.071 cc y 1.275 cc). Pero seguía conservando su anticuada arquitectura interna. Cooper incluyó un cigüeñal de acero (nitrurado por Rolls Royce), rodamientos más grandes, pistones de aluminio, árbol de levas más cruzado, doble carburación SU de pulgada y cuarto, colector de escape más grueso, una culata retrabajada con válvulas más grandes (35,7 y
Si alguna pega pusieron sus clientes más deportivos en la época fue el empleo de suspensión “Hydrolastic” desde 1964, cuyos “caprichos” y balanceos fueron parcialmente paliados por Cooper añadiendo dos amortiguadores en la parte delantera y hasta una barra estabilizadora trasera. Pero para su uso en carretera,
Aunque lo más destacable de un Cooper S es la alegría de su motor. “Respira” tan bien que mantiene perfectamente la cuarta en tráfico urbano (a menos de 2.000 rpm) y es capaz de ascender –girando como un molinillo- hasta 6.000 rpm, a más de
Preparado para rallyes, este “S” cuenta con algunas mejoras adicionales, como doble bomba de gasolina, barra antivuelco, cinturones de arnés, baquets más envolventes, instrumentación para el copiloto... pero el resto es de serie, con el salpicadero dominado por el gran velocímetro Smiths central y un pequeño cuentavueltas externo en la vertical del volante. Aunque éste es un Motolita de pequeño diámetro, va en su posición original. Es decir, casi horizontal. “¿No es como un kart? –nos dice su propietario- pues prefiero conducirlo como tal”. Los cinturones de arnés obligan a ir pegado al asiento, así que varios interruptores del salpicadero llevan prolongaciones de goma para poder alcanzarlos con los dedos. El cambio, con un pomo de diminuto tamaño, tiene un varillaje también distinto al Cooper español, pero no muy diferente manejo, salvo la marcha atrás. Y los pedales van colgados, en vez del acelerador articulado en el suelo, como en los Mini españoles.
No es de extrañar que en su tiempo –segunda mitad de los años 60- el Mini-Cooper fuera un auténtico “mata gigantes”. Aún hoy, el Cooper S es rapidísimo en carreteras viradas, capaz de rivalizar con cualquier “GTI” moderno en un puerto de montaña. Y respecto al Cooper español, nada que ver: mejor acabado, más eficaz, con un motor muy superior... Sólo en estabilidad y frenada puede rivalizar con su “abuelo” (una decena de años más antiguo). La leyenda de los Cooper S era cierta, se lo aseguro.