Dodge D5

Con los 70 años recién cumplidos, este sedán Dodge D5 disfruta de una vida tranquila. Y bien que se lo merece, tras haber llegado a España en plena Guerra Civil, utilizarse en el Ejército hasta 1955 y haberse convertido después en taxi de pueblo durante seis años.

Dodge D5
Dodge D5

Las puertas traseras abren a contramarcha y tras subir al estribo se deja ver un interior espacioso. Sin duda los pasajeros de las plazas posteriores viajarían muy a gusto, bien acomodados en el gran butacón provisto en ambos lados de sus correspondientes apoyabrazos. En el lado derecho disponían incluso de un cenicero, y para evacuar el humo y permitir la entrada de aire fresco cuenta asimismo con unas terceras ventanillas con apertura a compás, todo ello dentro de un interior cuidadosamente revestido que cubre por completo las piezas metálicas de la carrocería. En el puesto de conducción, la recta columna de la dirección y el volante de pasta se imponen ante el pecho del conductor. El mullido blando del amplio asiento corrido y la lógica ausencia de cinturones de seguridad invitan a la tranquilidad, así como la larga palanca de cambios y unos cristales que por su tamaño algo escaso no facilitan demasiado la visión de los contornos de este auto. La simetría reina en el vistoso salpicadero de madera barnizada, en el que un gran velocímetro graduado hasta 100 millas por hora va acompañado por un termómetro de agua, un nivel de combustible, un manómetro de aceite y un amperímetro.

Bastó pulsar el botón de arranque –situado encima del pedal de gas- para que el propulsor de seis cilindros comenzase a ronronear. Hay tanto par motor que la primera –izquierda y abajo- deja pasar a la segunda relación en cuanto llegamos a los 5 km/h, maniobra que al contar con una caja de cambios sincronizada se realiza sin mayores complicaciones. La elasticidad mecánica permite rodar en llano con soltura en tercera a partir de unos 60 km/h, relación de cambio que mantiene con holgura en las pendientes ligeras. La suspensión a base de dos ejes rígidos resulta más suave de lo esperado gracias al blando reglaje de sus ballestas, por lo que invita a guiarlo en la búsqueda del confort de todos los ocupantes. Al fin y al cabo, ni la dirección algo lenta, ni la instalación de frenos mediante cuatro tambores ni la envergadura de la carrocería animan a realizar un tipo de conducción diferente de la meramente turística y de aprovechar la inercia en beneficio de la suavidad de marcha. Ahora bien, adaptándose a lo que el planteamiento del Dodge reclama, cualquier viaje de más de cien kilómetros por carreteras secundarias llanas y de escasas curvas se transforma en una experiencia gratificante y a un ritmo parecido al de otras berlinas medianas europeas de los años cincuenta, todo ello por el empecinamiento en trasladarnos sin contratiempos ni brusquedades del carnero situado en el vértice frontal del capó. Sin duda los pasajeros de las plazas posteriores viajarían muy a gusto, bien acomodados en el gran butacón provisto en ambos lados de sus correspondientes apoyabrazos.

Dodge Carnero